Desde 2005, el Código Penal de Alemania tipifica la exaltación del nazismo como una de las formas del delito de incitación al odio racial, contemplando multas y penas de hasta tres años de cárcel.
Negar en Alemania los crímenes cometidos por el régimen nazi – el genocidio nacional socialista, habilita a la justicia alemana a sancionar con una multa o una pena privativa de la libertad de hasta cinco años. Francia hace una distinción entre la apología de crímenes y la negación, por lo que su legislación contempla penas de 1 a 5 años de prisión. En 2017, el gobierno de Michelle Bachelet buscó sancionar con penas de cárcel la justificación o aprobación de las violaciones a los DD.HH. ocurridas durante la dictadura de Augusto Pinochet.
Recientemente – 20 de enero de 2022-, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución no vinculante que condena el negacionismo del Holocausto, invitando a todos los Estados miembros a que luchen contra este y contra el antisemitismo, especialmente en las redes sociales.
Nuestro país no escapa a esta concepción de nuestro pasado histórico reciente, particularmente respecto del Terrorismo de Estado perpetrado por la última Dictadura militar, civil y eclesiástica, entre 1976 y 1983, y en gobiernos elegidos democráticamente. Asimismo, en menor medida – o la medida en que afecte a intereses económicos de las minorías enriquecidas-, la llamada Campaña al Desierto, la Campaña al Chaco, y hasta la invasión y conquista española de nuestro continente, en 1492.
El negacionismo de los crímenes contra la humanidad, tiene – aunque nos resulte difícil de comprender y aceptar-, un método sistematizado para insertarse y ser aceptado como un pensamiento válido y no aterrador: la racionalización, que implica deslegitimar o falsear las pruebas y testimonios del genocidio; la relativización de la cantidad de personas asesinadas; la inversión de la acusación a partir de la culpabilización de las víctimas; y la anamorfosis o deformación de la realidad, por ejemplo mediante la negación de la función de -por ejemplo-, los sitios clandestinos de detención y sitios de memoria cercanos como La Escuelita de Famaillá, o el Pozo de la Finca de Vargas, ambos en Tucumán.
Así, es lamentablemente común escuchar a referentes de algunos espacios políticos, negar o relativizar los crímenes de Lesa Humanidad cometidos durante la última dictadura militar a pesar de que los secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones forzadas de personas están ampliamente documentados y probados a través de los juicios por la justicia y la verdad (y de las garantías judiciales) que se vienen desarrollando desde el histórico juicio a las Juntas Militares en 1985.
Este negacionismo ha ido en aumento en estos últimos años, en parte avalados por medios concentrados de comunicación que, excusándose en el derecho a la libertad de opinión -un derecho fundante de nuestro sistema (liberal) jurídico-, lo interpretan de manera absoluta.
Ciertamente la libertad de expresión es un derecho fundamental, que permite a las personas expresar sus ideas y opiniones sin censura o represión; es un derecho fundamental para el desarrollo de una sociedad democrática al fomentar el debate, la circulación de información y la diversidad de opiniones.
Sin embargo, el negacionismo no puede escudarse detrás de la libertad de expresión. Pues se trata de dos conceptos diferentes.
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Con todo lo dicho, cabe finalmente preguntarnos si el Estado quien debe regular estos discursos que incitan al odio y a la violencia, o si debe mantenerse al margen y dejar que la sociedad por sí misma, ante la abrumadora cantidad de pruebas y documentos, deseche estos discursos.